En el corazón del departamento de Paysandú, al norte de Uruguay, se encuentra El Chapi, una localidad que nació en 1944 a partir de la antigua Colonia Baltasar Brum. Su nombre proviene de la estación de tren Chapicuy, término guaraní que significa “gotas de rocío”. Situada junto a la Ruta Nacional N° 3, en el kilómetro 454, esta comunidad de 735 habitantes (según el censo de 2011) se ubica a 86 km al norte de la capital departamental y a 36 km al sur de la ciudad de Salto. Desde 2012, El Chapi ostenta la categoría de municipio, abarcando una extensa zona rural. La economía de la localidad se sustenta en tres pilares fundamentales: la ganadería, la producción de cítricos y la forestación. A solo 15 km al oeste, la Meseta de Artigas emerge como un atractivo histórico y turístico que enriquece la identidad de la región. El pueblo cuenta con una infraestructura básica pero completa: una escuela, un liceo, una policlínica, una estación de servicio, un club, un salón comunal, pequeños comercios y complejos de vivienda de Mevir que dan cobijo a sus habitantes. El liceo local, pequeño pero vibrante, acoge a menos de cien estudiantes, atendidos por más de veinte docentes comprometidos. Muchos de estos profesores, que residen en la institución, han hecho de El Chapi su hogar, tejiendo lazos profundos con la comunidad. El término “El Chapi” trasciende el nombre del lugar; es un símbolo de vivencias compartidas, recuerdos imborrables, viajes y momentos que unen a quienes lo habitan. Como dicen los docentes a sus colegas de la ciudad: “¡Como El Chapi no hay!”. Porque, al fin y al cabo, los liceos no son solo edificios, sino las personas que los hacen vivir.
Prof. Manuel ALbisu
El comienzo de la carrera docente suele ser una aventura marcada por la circunstancia. Cuando llega el momento de “elegir horas”, los nuevos profesores, salvo que sean muy selectivos, suelen partir hacia el medio rural. Con el tiempo, muchos buscan acercarse a la capital departamental, trabajando en pueblos más próximos, hasta finalmente asentarse en liceos urbanos de su ciudad. Sin embargo, en ocasiones excepcionales, un docente —ya sea adscripto, director, secretario o profesor— decide quedarse en el corazón de la campaña. Allí encuentra algo único: un ambiente que, lejos del bullicio citadino, ofrece calma y autenticidad. Los liceos rurales tienen la virtud de forjar verdaderas comunidades educativas. Lo que en la ciudad puede ser un desafío, en el campo surge de manera natural. Madrugar, viajar, compartir mates y charlas con colegas crea lazos que transforman el trabajo en una experiencia amena, donde el tiempo parece volar. Las “horas puente”, lejos de ser una carga, se convierten en oportunidades para conocerse y colaborar, tanto individualmente como en equipo, en un entorno que fluye con espontaneidad. Pero la conexión no se limita a la institución. En el pueblo, el docente se cruza con el panadero, el almacenero o el vecino en una calle polvorienta, tejiendo una red de relaciones que enriquece la vida diaria. Con los años, quedarse en el medio rural deja de ser una obligación y se convierte en una elección. Los colegas de la ciudad no siempre lo comprenden: viajar en las mañanas luminosas del verano o en las frías y oscuras madrugadas del invierno les parece una locura. Pero para quienes eligen la ruralidad, ese esfuerzo es un precio pequeño por trabajar en un entorno tranquilo, rodeados de colegas y personas que hacen que valga la pena. Porque la ruralidad no implica salir de la zona de confort, sino encontrarla, siempre que se esté dispuesto a abrazar su ritmo y su gente.
Prof. Manuel ALbisu